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Cosas que guardamos



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Algunos objetos permanecen porque la memoria necesita un lugar donde residir.


En todos los hogares, en todas las vidas, hay un cajón donde guardamos las cosas que ya no sirven, pero que de alguna manera siguen teniendo importancia. Un boleto. Un frasco de perfume casi vacío.


Una Polaroid que salió demasiado oscura.

No tienen valor en el sentido convencional. No se pueden vender, ni usar, ni siquiera explicar sin parecer sentimental. Sin embargo, cuando intentas deshacerte de ellas, algo te detiene, una resistencia silenciosa que no puedes racionalizar.


Quizás sea porque estos objetos llevan consigo una especie de huella emocional. Conservan el peso de un momento que ya no existe, pero que aún se siente cercano al tocarlos. El aroma que perdura en una botella vacía, la tinta descolorida de una tarjeta de embarque, el suave crujido de una vieja fotografía: cada uno se convierte en un fragmento de lo que fuimos.


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Vivimos en una época que venera lo nuevo, lo limpio, lo reemplazable. Pero las cosas que conservamos nos recuerdan que la vida no está hecha para renovarse constantemente. Algunos momentos merecen ser atesorados, aunque solo sea en un rincón de un cajón.


Tal vez conservar sea otra forma de recordar. O tal vez sea la manera en que aprendemos a dejar ir, poco a poco, con delicadeza, sin borrar lo que fue.

Lo cierto es que nunca elegimos qué se queda. Hay cosas que simplemente se niegan a irse.

 
 
 

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