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Escrito para quedarse

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En un mundo que se autodestruye por diseño, la permanencia de la tinta resulta radical.


Escribimos menos que antes. Nuestros pensamientos ahora viven en las nubes, no en las páginas, suspendidos entre el pergamino infinito y el borrador olvidado. Las palabras ya no se asientan; flotan, titilan y desaparecen.


Pero la tinta sigue siendo permanente. No pide ser editada, retocada ni guardada. Una vez que toca el papel, se convierte en parte de él, con sus imperfecciones y todo. Las líneas irregulares, las pausas, la forma en que ciertas palabras se hunden más en la página, revelan más sobre nosotros que cualquier frase perfectamente escrita.


Escribir a mano no es nostalgia. Es un acto de presencia. Una pequeña rebelión contra la velocidad de las cosas. La página no brilla ni avisa; espera. Exige toda tu atención, tu ritmo, tu respiración, tu silencio.


Cada cuaderno guarda un archivo silencioso de en quién nos estábamos convirtiendo. Las listas, las ideas inconclusas, las pequeñas confesiones escritas al margen, conforman un registro privado del pensamiento antes de ser filtrado o plasmado. Y años después, cuando encuentras una página antigua, no solo la lees, la sientes .

La tinta no ha envejecido; se ha asentado.


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Quizás por eso el cuaderno perdura. Porque la permanencia se ha vuelto rara.

Porque escribir algo es creer que merece existir, incluso cuando nadie más lo verá.

Algunas palabras están destinadas a desaparecer. Pero otras, las escritas con intención, las que llevan una huella de quienes somos, esas están escritas para permanecer.


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